Venía
no se sabe de donde.
Usaba vincha como el benteveo,
y penacho como el cardenal.
Si no sabía de patrias, sabía de querencias.
Lo encontró el español establecido:
pescador en los rios, cazador en los bosques,
bravío en todas partes y cerrandole el paso
con arreos de guerra, vivo o muerto;
siempre como un estorbo, siempre como una cuña
entre él y el horizonte.
Modelado en barro de rebeldías,
pasa como una sombra, desnudo y ágil,
por los senderos ásperos de la Leyenda.
Esbelto, musculoso, retobado en hastío,
entre el cobre y el rojo estaba su color;
una señal de guerra le hacía punta a su instinto
y entonces, por sus venas
en vez de correr sangre, corría sol.
Estético instintivo
se ponía en el rostro los más vivos colores,
y en la cabeza plumas, como las aves bellas;
si el exeso de adornos no lo hacía más indio
cuanto más se adornaba se sentía más hombre.
Señor de la comarca,
por un pleito de caza con la tribu vecina
blandía su coraje afilado en el viento;
como los troncos de la flora indígena
era dulce por fuera y era duro por dentro;
su única dulzura temblaba en su lenguaje,
como en las ramas de la flora india
tiemblan las pitangas.
Vadeaba los arroyos en canoas;
entraba a las querencias de las fieras
o ambulaba durante varias lunas
en una aspiración horizontal
curtido de intemperie,
rojo de sol o húmedo de tormentas,
en los dias rayados de chicharras
o en las noches tubianas de relámpagos.
La conquista española enderezó sus rumbos:
y las tribus que erraban por rutas diferentes
se ataron en un haz, alrededor de un jefe,
para rodar a un tiempo como las boleadoras.
No sabía reír ni sabía llorar;
bramaba en la pelea como los pumas
y moría sin ruido, cuando mucho
con un temblor de plumas, como mueren los
pájaros.
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miércoles, 10 de septiembre de 2014
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